Introducción
Jesús “recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Reino de Dios y curando en el pueblo toda enfermedad y toda dolencia” (Mt 4, 23; 9, 35). Predicar y curar: así expresa san Mateo el ministerio del Maestro.
El principio de estas palabras y acciones fue, como ya sabemos, el Bautismo de Jesús. San Pedro nos resume “lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea” con estas palabras: “que Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y poder, y que Él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hch 10, 36-39). Hasta el acontecimiento del Jordán, Jesús habló más bien poco y realizó cosas poco extraordinarias: creció como un niño, fue obediente a sus padres y trabajó con el sudor de su frente.
Por supuesto, nada de lo que pasó después habría sido posible sin estos treinta años nazarenos, pero de ellos apenas conservamos recuerdos o noticias. Las palabras de la predicación de Jesús brotan del silencio de Nazaret; sus milagros germinan a partir del trabajo cotidiano en el taller. Las manos que más tarde bendijeron y multiplicaron los cinco panes y los dos peces, se ganaron el pan cotidiano en el trabajo paciente del carpintero.
Entendemos bien que los tres años de la vida pública de Jesús, palabras y obras, es el momento de su manifestación abierta al mundo, el tiempo de las multitudes. Jesús habló. Como todo hombre. Realizó, además, milagros, signos de su poder divino.
Termina su ministerio público derramando su sangre y entregando su vida en la cruz, para nuestra salvación.
a) Juan el bautista prepara el camino del Señor.
Juan El Bautista: Mateo 3, 1-12.
Por aquellos días aparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: "Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos." Este es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.
Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: "Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: ´Tenemos por padre a Abraham´; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de soltarle las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga."
El mensaje de Juan era claro "Convertíos, porque al llegar el Reino de los Cielos". La gente de toda Judea acudía a él para confesar todos sus pecados y para bautizarse en el Jordán, como signo de su arrepentimiento.
Juan reprendía a menudo a la gente con fuertes palabras: "Raza de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que va a venir?"
Juan se hizo tan popular, que las autoridades empezaron a preocuparse, ya que el anunciaba el "Reino de los cielos", y muchos judíos esperaban al Cristo que derrocaría a los gobernantes corruptos y gobernaría como el perfecto rey terrenal, naturalmente esa idea preocupaba a los miembros corruptos de la época.
Muchos viajaban para preguntarle: ¿eres tu el Cristo?, y el respondía: "yo no soy el Cristo" y otros le preguntaban si era alguno de los profetas y Juan respondía: No, "Yo soy la voz que clama en el desierto: haced recto el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías" (Mt 3, 1-12).
b) El bautismo de Jesús.

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El bautismo de Jesús, realizado por Juan (Mateo 3, 13-17; Marcos 1, 9-11; Lucas 3,21-22): Jesús se identifica con nosotros los pecadores. Un día, cuando Juan estaba bautizando en el Jordán, se presentó Jesús para que le bautizara:
Entonces aparece Jesús, que viene de Galilea al Jordán donde Juan, para ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: "Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?" Jesús le respondió: "Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia." Entonces le dejó.
Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco." Mateo 3, 13-17.
¿Por qué quería Jesús que Juan le bautizara? ¿Qué quería decir con "así como debemos cumplir nosotros toda justicia"?
En primer lugar, aunque Jesús no tenía pecado, quería cumplir toda justicia identificándose con nosotros, la raza humana pecadora. Jesús eligió libremente vivir en persona todo aquello por lo que debían pasar los pecadores. Juan era un levita, y todos los reyes habían sido ungidos por un levita, y un levita también bautizaría a Jesús. La forma de paloma nos recuerda a la paloma enviada por Noé Tras el diluvio. Al igual que el diluvio, el bautismo es una nueva Creación.
c) Jesús es tentado por el demonio en el desierto.
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Mateo 4, 1-11.
El Espíritu condujo a Jesús al desierto para que fuera tentado por el diablo, y después de estar sin comer cuarenta días y cuarenta noches, al final sintió hambre. Entonces se le acercó el tentador y le dijo: "Si eres Hijo de Dios, ordena que estas piedras se conviertan en pan." Pero Jesús le respondió: "Dice la Escritura: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios."
Después el diablo lo llevó a la Ciudad Santa y lo puso en la parte más alta de la muralla del Templo. Y le dijo: "Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, pues la Escritura dice: Dios dará ordenes a sus ángeles y te llevarán en sus manos para que tus pies no tropiecen en piedra alguna." Jesús replicó: "Dice también la Escritura: No tentarás al Señor tu Dios."
A continuación lo llevó el diablo a un monte muy alto y le mostró todas las naciones del mundo con todas sus grandezas y maravillas. Y le dijo: "Te daré todo esto si te arrodillas y me adoras." Jesús le dijo: "Aléjate, Satanás, porque dice la Escritura: Adorarás al Señor tu Dios, y a El solo servirás." Entonces lo dejó el diablo y se acercaron los ángeles a servirle.
Antes de comenzar su ministerio Jesús se preparó ayunando en el desierto durante cuarenta días: el mismo tiempo que Elías (1R 19,8) y Moisés (Ex 24,18), pasaron ayunando en el desierto del Sinaí; el número de años que Israel caminó errante por el desierto antes de entrar en la Tierra Prometida (Dt 1,3); el número de días y de noches de lluvia que sumieron al mundo en el diluvio (Gn 7,12) para que pudiera ser creado de nuevo.
Mientras estaba en el desierto Jesús fue tentado por el demonio. La palabra tentado significa probado. El demonio sabía que Jesús era realmente humano, después de un largo ayuno, estaba terriblemente hambriento. Así el demonio le atacó primero por el estómago ( Mt 4,3-4) Pero Jesús respondió citando las escrituras: Dt 8,3.
Y así el demonio probó otra táctica Mt 4, 5-7 ¡Esta vez el mismo demonio estaba citando las Escrituras ( Sal 91, 1-12) y Jesús contesta: Dt 6,16.
Pero cuando Jesús rehusó la tentación, el demonio lo intentó de nuevo (Lc 4, 5-7). Esta era la prueba más importante, Jesús tendría la oportunidad de ser el Cristo que la mayoría esperaba, pero Jesús le reprendió.
Después de esto el demonio desistió, aunque San Lucas añade que se apartó de Él "hasta el momento oportuno". El demonio nunca deja de luchar contra el Reino de los Cielos; siempre está esperando la oportunidad. Como el nuevo Adán, Jesús superó la tentación que el primer Adán no pudo resistir. Como el Rey de Israel, Jesús repitió la prueba de Israel en el desierto, pero superó la tentación de adorar a dioses falsos.
d) La predicación y los milagros de Jesús.

Jesús predica las bienaventuranzas
d1. LA PREDICACIÓN DE JESÚS.
Cristo el Maestro.
Jesús era, en primer lugar, un maestro (rabbí, didaskalos) de su tiempo. Como tal, como los maestros de entonces, no se limitaba a transmitir conocimientos sino a introducir en un camino. Su enseñanza era instrucción vital: la persona entera del discípulo se confiaba a la guía del maestro y se manifestaba dispuesta a cambiar radicalmente su vida.
Pero el hablar de Jesús era del todo singular. Como reconoció Pedro en una ocasión, sólo Él, el Maestro, tenía “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Nadie hasta entonces había hablado de ese modo. Su palabra penetraba hasta el fondo de los corazones: sorprendía y causaba gozo, confundía y quemaba. San Justino atestigua el poder de esta palabra. “Honramos a Jesucristo que ha sido nuestro maestro en estas cosas y que para ello nació” (Apologia I 13, 3). El Señor, nos dice el mártir, nació para ser maestro. Se hizo hombre para transmitirnos una vida nueva. Aprendió para enseñarnos. No se trata, claro está, de un racionalismo, de la reducción del mensaje de Jesús a unas afirmaciones de filosofía y de moral. Era aprendizaje por contacto vital; sus palabras se enmarcaban dentro de una gran amistad.
De esta manera, la palabra de Jesús Maestro transformaba la vida de los discípulos y les movía a la imitación. ¿A quién tenían que imitar? Al Padre: “Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial” (Lc 6, 36; Mt 5, 48). El fin de la predicación de Cristo era conducir al discípulo a la imitación del Padre. ¿Cómo guiaba a los apóstoles a esa imitación? Con su propia vida. No podía ser de otra manera. “Vosotros me llamáis ‘maestro’, y decís bien porque lo soy. Pues si Yo, el Maestro y el Señor os he lavado los pies…” (Jn 13, 13-15), lavaos también vosotros los pies unos a otros. “Haced también vosotros lo mismo”. El Maestro (magíster, es decir, el que es más) se hace ministro (minister, el que es menos, el que sirve), se pone a los pies de sus discípulos. Su magisterio es el ministerio. Su camino pasa por el servicio. Jesús inauguró así un modo nuevo de ser maestro. Seguirlo nos devuelve al seno materno: nos lleva a hacernos como niños, confiados en los brazos del Padre. Crecer es disminuir. ¿Para qué? Para que otros crezcan: para que el Señor pueda nacer y hacerse grande en muchos. Esta forma singular de ser maestro nos ayuda a comprender qué significa el profetismo de Jesús.
Cristo el Profeta por excelencia.
Al hablar sobre su presencia en el mundo, Jesús dejó clara su superioridad sobre los patriarcas, profetas y reyes. “La Reina del sur se levantará y juzgará a esta generación, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay alguien que es mayor que Salomón” (cfr. Mt 12, 41-42). Jesús se presenta como Alguien que es más que Jonás y que Salomón. Al mismo tiempo, sin embargo, la predicación de Cristo se presenta en continuidad con los patriarcas y profetas. ¿Por qué los evangelistas (y el mismo Jesús) acuden con tanta insistencia a las Escrituras? ¿No era Él mayor que Abraham, Moisés y los profetas? Jesús no se predicaba a sí mismo. Si insiste en presentar su venida en relación con el cumplimiento de las Escrituras es porque no viene a mostrarse a sí mismo. A través de los profetas, es el Padre quien habla y prepara su venida. En la Escritura, Jesús descubre el testimonio del Padre sobre su persona y predicación. Por eso, al acudir a lo que “estaba escrito”, Jesús nos remite al Padre, que no ha improvisado nuestra salvación. Ignorar la Antigua Alianza sería ignorar al Padre. Por tanto, si Jesús habla de sí y muestra superior a la Ley de Moisés (al Sábado) y a los profetas, es para manifestar al Padre. Lo que busca revelar con sus palabras es el rostro del Padre, esa inmensa catarata de amor hacia el hombre. No nos presenta un diosecillo que necesite del hombre o que lo haya creado para aprovecharse de él (ávido de “gloria”), sino Alguien más grande y más generoso, que lo ha preparado todo para que los hombres participen de su vida. La presencia de Dios es ese gran Sí a la vida del hombre. Su gloria consiste en que el hombre viva.
La palabra de Jesús, maestro (que se hace ministro) y profeta (que nos habla del Padre), nos acerca al misterio divino. En su palabra Dios se nos hace cercano, accesible. Digamos que, en cuanto es posible en una relación de amor y libertad, Dios nos lo pone fácil: es nuestro pedagogo.
Cristo Pedagogo: Conduce a los niños de la mano.
¿Cómo hablaba el Señor a sus discípulos? “Mi Jesús, se sorprendía san Máximo el Confesor, habla con parábolas”. Entre las palabras del Maestro, las parábolas del Reino constituyen el corazón. Comparadas con las de los rabinos de su tiempo, las parábolas de Jesús son tremendamente originales y especialmente claras. Nos muestran que Jesús hablaba bien. Cuidaba sus palabras. Las parábolas nos muestran también el deseo de Jesús de hacerse comprensible, de comunicar. Jesús se amolda a nuestra vida y nos habla del padre abandonado por su hijo, de la mujer que pierde unas monedas, del administrador injusto, de un viajero asaltado por ladrones, de unos huéspedes inoportunos, etc. A través de las parábolas, el Maestro se pone al nivel de sus discípulos para elevarlos poco a poco. Lo que vivirá más tarde – su condescendencia y abajamiento – está ya patente en sus palabras.
Pero a la vez que revelan, las parábolas ocultan: no lo dicen todo. Y esto tiene también su interés. Cuando Jesús hablaba, no contaba cosas evidentes sino que hacía pensar. De hecho en ocasiones concluía dirigiendo preguntas a sus oyentes: ¿Quién fue su prójimo? ¿Qué os parece? A través de las parábolas, Jesús anunciaba la venida del Reino. Se trata, ya lo sabemos, de algo más que una doctrina o una ética nueva. El Reino de los cielos queda inaugurado y definido con la venida de Jesús. Su presencia en el mundo es el fundamento de este “Reinado”, que inaugura una nueva etapa de la esperanza. Aunque se manifestará plenamente al final de los tiempos, el Reino ha llegado ya. Jesús vino para esto: para ser rey. No es, bien lo supo Pilato, un reino como los de este mundo, pero es un reino auténtico (cfr. Jn 19). Las parábolas del Reino nos introducen así en la dinámica de la esperanza. Al enseñarnos a orar, Jesús nos ordenó pedir su llegada. ¡Venga a nosotros tu Reino! Algunos manuscritos del evangelio de san Lucas nos dan una luz nueva. Su versión es ya una interpretación de la segunda petición del Padrenuestro: “Venga tu Espíritu” (cfr. Lc 11, 2). La venida del Reino es la irrupción del Espíritu de Jesús, que nos conduce, como maestro interior, al Padre. Es Él quien actúa en los corazones y quien nos explica la fuerza misteriosa de las palabras de Jesús.
La fuerza del Espíritu Santo en la Predicación de Jesús.
¿De dónde provenía entonces el poder de la predicación de Cristo? Las palabras tienen vida fugaz. Se volatilizan rápido. Hasta el viento es capaz de llevárselas.
¿Cuál es el peso de las palabras de Jesús? Se decía de Él que hablaba “como quien tiene autoridad” (Mt 7, 29), es decir, no sólo con determinación y convicción sino como el que habla por cuenta propia. Era semejante a Elías, aquel “profeta que era como un fuego y cuyas palabras eran horno encendido” (Ecco 48, 1). Recordamos bien la audaz pretensión de Jesús en otra ocasión: “El cielo y la tierra pasarán. Mis palabras no pasarán” (Mc 13, 31). Podrá pasar y desaparecer aquello que parece más estable y persistente: la tierra firme, los cielos con sus movimientos ordenados. Pero mi palabra, aquello que se extingue en un suspiro, no pasará. Lo que sorprende aquí es que ninguno de sus oyentes contradijo a Jesús. Escuchaban su palabra, veían lo que obraba en los corazones y en los enfermos y no podían sino asentir. Su pregón no sólo llegaba a toda la tierra y hasta los límites del orbe, sino que penetraba incluso en la región de los muertos, de dónde despertaba a la hija de aquella viuda en Naín y a su amigo Lázaro (cfr. Jn 12).
La fuerza de estas palabras, su capacidad de transformar lo que tocaban, le venía a Jesús de su unción a orillas del Jordán. El Bautismo, puerta de ingreso en la vida pública, marcó el origen y el secreto de su predicación. Era el Espíritu quien inspiraba sus palabras y actuaba en los corazones de los oyentes. Por medio del Paráclito, la palabra de Jesús era una llave que abría los corazones a la acción divina. El peso de las palabras de Jesús avala también el de las nuestras. Nuestras promesas (las del Bautismo, el “Sí, quiero” del matrimonio, que funda nuestra existencia) son aquilatadas y reforzadas por la presencia del Espíritu de Jesús que nos guía al pronunciarlas.
d2. LOS MILAGROS DE JESÚS.

Conversión del agua en vino en las bodas de Caná
La finalidad de los milagros de Jesús.
Entrelazados con las palabras de Jesús, descubrimos sus milagros, abundantes y variados. Muchos de ellos se refieren a la sanación del mal (curaciones de todo tipo, liberación de endemoniados y hasta tres resurrecciones), otros a una plenitud insospechada (multiplicaciones de los panes y los peces, el vino de Caná, las pescas milagrosas, el caminar sobre las aguas, el conocimiento misterioso).
Para referirse a los milagros de Jesús, el Nuevo Testamento emplea principalmente tres términos: habla de portentos (térata), potencias (dynameis) y signos (semeia). El primero destaca lo prodigioso y extraordinario; el segundo, el poder presente en Jesús, capaz de romper el curso ordinario de los acontecimientos; el tercero (el signo) nos muestra una acción que nos hace pensar y que invita a asumir la existencia de una forma nueva.
Nos encontramos ante tres perspectivas para considerar los milagros de Jesús. Juan los ve principalmente como signos, cuya finalidad es revelar la gloria del Señor y hacer que los discípulos crean en Él. El de Caná fue el primer signo que hizo Jesús: “manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos” (Jn 2, 11). Estos signos “fueron escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 31). Marcos, por su parte, parece centrarse en los portentos de Jesús, prodigios que lo acreditan como el Hijo de Dios. Finalmente, Mateo acentúa el poder magisterial y Lucas la ternura compasiva de Jesús por medio de sus milagros. Y ¿qué nos dicen los milagros – signos, prodigios y potencias – acerca de Jesús de Nazaret?
Lo más intuitivo de estas acciones es su carácter extraordinario y apologético. El Salvador realizó prodigios para mostrar su divinidad, para ofrecer una garantía de su identidad mesiánica. Al contemplar al paralítico caminando, la gente podía exclamar: ¡Es cierto!¡Ha llegado el Reino de Dios! Sin embargo, la cuestión no era tan sencilla. Así nos lo muestra la objeción de los fariseos que, por peregrina que nos parezca hoy, resultaba eficaz y potente en su tiempo. No podían los enemigos de Jesús negar lo que todos veían: Jesús realizaba prodigios. Pero sí estaba en su mano desvirtuar el origen de este poder del Maestro. “Este, decían, expulsa a los demonios en el nombre de Beelzebul, el príncipe de los demonios” (Mt 12, 24; Lc 11, 15). Resulta que también los demonios, por tanto, hacían milagros. La cosa no nos asusta. Basta recordar a Moisés y su competición con los sacerdotes egipcios. Si Moisés realizaba un milagro y transformaba su cayado en serpiente, estos hacían lo propio. La superioridad del “amigo de Dios” residía en que su bastónreptil devoraba al resto. También el Nuevo Testamento nos recoge esta presencia misteriosa. Por una parte, están los endemoniados que Jesús encontraba en su camino por Galilea. Por otra parte, la Iglesia naciente tuvo que enfrentarse a personajes como Simón el Mago, que realizaba prodigios (cfr. Hch 8, 9-23). San Lucas nos narra que aquel hombre trató de comprar a los apóstoles el poder (el Espíritu Santo) con el que obraban milagros (de ahí, el nombre de “simonía”). Algo más tarde, san Ireneo nos cuenta que Simón y sus seguidores hacían actos de magia, usaban encantamientos y exorcismos, interpretaban sueños (Adv. Haer. IV, 3, 23, 4). El mismo san Justino reconoce que Simón, “obrando prodigios mágicos, engañó a muchos y los tiene todavía engañados” (I 56, 1).
También Jesús fue acusado de ser un “mago” (Mt 9, 34; 12, 24) y “embaucador del pueblo” (cfr. Mt 27, 63; Jn 7, 12). ¿Qué decir entonces? ¿Qué distinguía los milagros de Jesús de las artes mágicas de los falsos profetas? Para acercarnos a la respuesta debemos considerar en primer lugar, que los signos de Jesús revelan tanto su humanidad como su divinidad. En sus milagros se revela la humanidad de Jesús y la misericordia divina. Así, por ejemplo, al caminar sobre las aguas, Cristo no se hundía, por la fuerza de Dios, pero tenía que caminar paso a paso, por la humildad de su carne. Lo mismo nos señala la “estructura” de los signos de Jesús, que suelen contener el contacto de su carne y el mandato de su boca, el toque humano y la orden divina. “Quiero. Queda limpio”. Por otra parte, entre los milagros y la predicación existe una relación estrechísima. Todo lo que Jesús dijo e hizo se ordena a un único fin: introducir en el misterio del Padre. Los milagros de Jesús mueven a los presentes a reconocer en Él al Hijo de Dios. Con sus signos no pretende que lo adoren, sino que le sigan en el camino hacia el Padre. Por eso no realizó milagros ante el rey Herodes, en medio de la pasión, ni cuando algunos le pedían un signo. Por eso tampoco descendió de la cruz ante las tentaciones de sus enemigos: “Si de verdad eres el Hijo de Dios…” (Mt 4, 3; 27, 39).
Signos del pasado y del futuro.
Jesús, por tanto, no era un mago ni un embaucador. Sus milagros hablaban de otro (del Padre), no de sí mismo. Como hemos dicho, el simple hecho asombroso era todavía ambiguo: podía atribuirse a Dios o al príncipe de los demonios. Las curaciones que Jesús realiza no se agotan en sí mismas sino que señalan algo más grande: son signos de la misericordia potente del Padre por medio del Espíritu. De esta forma, el prodigio recibe un significado, una interpretación. Solemos pensar en los milagros como suspensiones o excepciones de las leyes de la naturaleza. En realidad, más que un simple poner entre paréntesis el orden creado por Dios, el prodigio indica una nueva irrupción de la fuerza divina en el mundo. Entra en escena un poder que permite que la creación cumpla mejor su misión. Al crear el mundo, Dios lo puso todo al servicio del hombre y de su destino. Con el pecado, la naturaleza quedó herida y entraron en ella la debilidad y la división interior. “Si el hombre peca, decía la abadesa Hildegarda de Bingen, el cosmos sufre”.
Los milagros de Jesús liberan la naturaleza de los poderes del mal. Son signo de la nueva creación que Cristo trae consigo, motivo de esperanza para la creación entera que “hasta el presente, gime y sufre dolores de parto” (Rom 8, 22). De esta manera, todo lo que Jesús hace, da testimonio del Creador. Ejemplo de esto es la impresionante curación del ciego de nacimiento narrada por Juan (Jn 9). Aquel hombre no había pecado. Tampoco sus padres. Y sin embargo vivía en permanente oscuridad, desde que su madre dio a luz. Jesús nos dice que estaba así “para que se manifestasen en él las obras de Dios”. Acto seguido, “escupió Jesús al suelo, formó barro con la saliva y untó con el barro los ojos del ciego, diciéndole: Vete, lávate en la piscina de Siloé, (que quiere decir del Enviado). Él fue, se lavó y volvió ya viendo” (Jn 9, 6-7). Aquellos ojos cerrados, que había sido creados para ver la luz, manifiestan ahora la obra de Dios. Con su milagro de alfarero, Jesús prolonga con sus manos, el trabajo de su Padre. De esta forma, las obras de Jesús nos ponen en camino hacia el fin de la historia. No se trata solo de restaurar el pasado del Paraíso, sino de anticipar el destino final, cuando el que nunca vio, verá a Dios y a sus amados cara a cara, el que nunca oyó, oirá música deliciosa, el que nunca entendió, comprenderá. Los milagros de Jesús son destellos de la vida futura, anticipos del gozo de los resucitados en el que podremos conversar con ese hijo con el que no pudimos cruzar siquiera una palabra porque murió prematuro o vivió enfermo.
Entre la continuación de la Creación y el aperitivo del último día, los milagros se nos antojan insuficientes. Jesús abrió los ojos de aquel ciego, pero ¿y tantos otros ciegos que nunca vieron ni verán la luz? El Maestro multiplicó los panes y los peces, pero ¿por qué no acabó con el hambre en el mundo? El médico divino hizo andar al paralítico, pero no acabó con el dolor y el sufrimiento. El problema nos lo ilustra san Juan Bautista cuando desde la cárcel manda que le pregunten a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 3, 11; Jn 1, 27). La aclaración que pide el Bautista nos resulta muy comprensible. Encarcelado, con la inminencia de la muerte, Juan se pregunta si su entrega ha tenido sentido: ¿Eres Tú el que esperábamos? Dejemos hablar al papa Benedicto: “En los últimos dos o tres siglos muchos han preguntado: Pero, ¿eres realmente tú? ¿No debe el mundo cambiar más radicalmente? ¿Tú no lo haces? Y han venido profetas, ideólogos, dictadores que han dicho: ¡No es él! ¡No ha cambiado el mundo!¡Somos nosotros! Y han creado sus imperios, dictaduras y el totalitarismo que cambiaría el mundo. Y lo cambió, pero de forma destructiva. Hoy sabemos que de estas promesas no ha quedado sino un gran vacío y una gran destrucción. No eran ellos” (Homilía de Benedicto XVI, 12 de diciembre de 2010). “Los ciegos ven, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados (Mt 11, 4-6)”. Así responde Jesús. Y Juan, su primo, comprende que merece la pena morir en la cárcel, pues ha llegado el Esperado de los tiempos, y con Él el Reino.
Los milagros que Jesús enumera son signos de esa venida. Y prosigue el papa: “El Señor, con esa forma silenciosa que le caracteriza, responde: “Mirad lo que he hecho. No he hecho una revolución cruenta, no he cambiado el mundo por la fuerza, pero he encendido muchas luces que forman, poco a poco, un gran camino de luz en los milenios. (…). Fijaos, por ejemplo, en san Maximiliano Kolbe, en el padre Damián, apóstol de los leprosos, en la Madre Teresa (…) Y así podríamos continuar, y veríamos, como dijo el Señor en su respuesta a Juan, que no es la violenta revolución del mundo, ni las grandes promesas las que cambian el mundo, sino la silenciosa luz de la verdad, de la bondad de Dios, que es el signo de Su presencia y nos da la certeza de que somos amados hasta el fondo y de que no caemos en el olvido, no somos un producto del azar, sino de una voluntad de amor”. (Homilía de Benedicto XVI, 12 de diciembre de 2010) Los milagros de Jesús, por tanto, no quitan peso alguno a la acción del hombre, con su esfuerzo y creatividad. No son sustitutos de la agricultura ni del sistema sanitario. No nos ahorran el sudor y las lágrimas, pero nos dejan vislumbrar hacia dónde caminamos y quién nos acompaña. Son dones de Dios, anticipos de la gloria que se manifestará y testimonios de su presencia, ya activa, en el mundo.
Milagros con el poder del Espíritu.
Para concluir, podemos preguntarnos con qué poder actuaba Jesús estos prodigios. No sabemos de milagro alguno durante los años de Nazaret. Las curaciones y signos comenzaron en el Jordán, con el descenso del Espíritu sobre Jesús. En el Antiguo Testamento, el Espíritu Santo habló por los profetas. Sabemos que después de haber obrado grandes prodigios, Dios mandó a Moisés que impusiera las manos a Josué: “Yo trasladaré sobre él parte del Espíritu que hay en ti” (Num 11, 17). El gran Elías, antes de ser llevado al cielo en el carro de fuego, recibió una petición singular. Su discípulo Eliseo, que preveía la partida del maestro, le pidió dos tercios de su espíritu (cfr. 2 Re 2, 1-18). Años más tarde, los grandes milagros realizados por Elías se vieron de nuevo por manos de Eliseo. El Espíritu se iba transmitiendo: de Moisés a Josué, de Elías a Eliseo… de Juan a Jesús. Con el Bautismo, se inaugura un nuevo modo de presencia del Espíritu en la carne de Jesús. El poder con el que actuaba los milagros era el mismo Espíritu Santo que había movido a los profetas en la Antigua Alianza. Era el mismo, pero derramado ahora de una forma plena, sin medida. “Si Yo expulso a los demonios con el dedo de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Lc 11, 20). La novedad principal estriba en esa plenitud del Espíritu. Los milagros son prueba de la llegada del Reino: ha llegado “el más fuerte”, el que es capaz de arrojar al que tenía subyugado el mundo (cfr. Lc 11, 21-22). Viene Jesús, Dios en persona, el médico sabio y humilde que sana las heridas más profundas del hombre y del mundo. Cristo es médico y medicamento. Es Él quien, sentado en el trono, una vez resucitado, dice: “Yo hago todas las cosas nuevas” (Ap 21, 5).
Gestos y palabras intrínsecamente unidos.
En realidad, la predicación y los milagros, las palabras y las acciones son una sola cosa en Jesús. Las dos hablan del Padre, que “ha enviado su Palabra a los hijos de Israel, anunciándoles la Buena Nueva de la paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos” (Hch 10, 38). Comprendemos así que la salvación no sólo está vinculada a la Cruz y a la Resurrección sino también a la vida pública. Aquí se nos descubre la identidad de Jesucristo: maestro y médico, o como dice Tertuliano, predicador et medicator. Jesús pasó haciendo el bien. No fue solo un buen ejemplo. Sus palabras y milagros introdujeron a sus oyentes en un camino de seguimiento. Les enseñó el amor desbordante del Padre, que les invitaba a dejarse inundar por su presencia. Y de esta manera, por sus palabras y obras, se nos presenta como el maestro y el médico del amor. Pues, en efecto, “muchos han dicho muchas cosas acerca de la caridad, pero, si la buscas, sólo la encontrarás entre los discípulos de Cristo, porque sólo ellos poseen como maestro de la caridad a la Caridad misma” (San Máximo el Confesor, Centurias sobre la caridad, 4, 100).
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