Tema 5: La Palabra de los profetas.

1. La vocación profética. 


Imagen: El profeta Balaam
Fuente: https://encrypted-tbn2.gstatic.com/images?q=tbn:ANd9GcR7ELkEmPZUzPmIbGvHy04P70itCAhVLjGUZUXJAL2vk_DLsj58

Al hablar de vocación profética conviene señalar que el fenómeno del profetismo no es exclusivo del pueblo de Israel, al menos en términos generales, pues, como ya veremos dicho fenómeno presente en Israel tiene unas características propias que la hacen diferente a la de algunos pueblos vecinos a Israel.

En este sentido, se puede hablar de un cierto profetismo en Egipto, donde el gobernante consultaba a cierto personaje y éste le predecía algunas cosas futuras; también en Asiria Antigua, en Mesopotamia. Sin embargo estos dos acercamientos al fenómeno profético no pasan de ser una mezcla de magia, adivinación y religión.

Algo más cercano al profetismo de Israel, se encuentra en documentos provenientes de Mari, también ciudad de Mesopotamia, cuyos textos presentan un paralelismo con el profetismo israelita: “Hay analogías extraordinarias: primacía del mensaje oral sobre el escrito; personajes que se presentan como mensajeros de Dios; reciben el mensaje durante el culto o en éxtasis o en presencia de Dios; los mensajes divinos que portan van casi exclusivamente dirigidos al rey; unas veces le amenazan, otras le anuncian la salvación, normalmente con alguna condición.”[1] A pesar de esta similitud, no deja de haber claras diferencias, así por ejemplo se nota en Mari una ausencia de acción profética; el Antiguo Testamento a diferencia de Mari, posee una vigorosa tradición literaria de origen profético; el impacto profético de Israel es mucho más vigorosa desde el punto de vista doctrinal, descubriendo el pecado del pueblo y poniendo en juego la existencia humana; tampoco se encuentra en Mari, una llamada a la conversión, y ningún rastro de esperanza escatológica.  
Un caso excepcional muy significativo de profetismo es el de Balaam, un moabita que pronuncia oráculos del Señor (cfr. Num 22-24).


[1] Abrego de Lacy J. M, Los libros proféticos, p. 25. 



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2. ¿Qué es un profeta? 


Vocabulario y etimología

Respecto al término profeta, aclarar que originalmente proviene de dos antiguos idiomas. En primer lugar, el término “profeta” tiene origen griego: pro-phetes, que significa “hablar en vez de”, “ser portavoz de”, “hablar ante alguien”, “hablar en voz alta”. Esto es según el sentido de la preposición pro (nunca en el sentido temporal: “antes de” lo cual equivaldría a “pre-decir”, para este significado los griegos empleaban el vocablo proagoreuo). El término es empleado en la versión griega del Antiguo Testamento (Versión de los LXX) y en el Nuevo Testamento.

La otra referencia de su origen la encontramos en la versión hebrea del Antiguo Testamento donde se usa la palabra “nabí” para referirse al mismo significado del término griego, pero traduce a otros vocablos así: hozeh = “vidente” (2 Sam 24, 11); roeh = “vidente” (1 Sam 9, 9.11.18.19). También se usa “hombre de Dios” (1 Sam 9, 6); soñador  (Dt  13, 2), etc., pero el vocablo más empleado es nabí.  

Actualmente, es aceptada su etimología de la raíz acadia “nb” (El acadio es una lengua semítica actualmente extinta, hablada en la antigua Mesopotamia principalmente por asirios y babilonios durante el II milenio a. C.  El nombre deriva de la ciudad de Acad)[1] y significa llamar (correspondiente al vocablo latín “vocare”) o convocar.  La forma hebrea sería pasiva, por la secuencia vocálica “a-i”, reconocida en otros vocablos como mesiah y nagid. En efecto, etimológicamente significa “llamado”, “convocado” al consejo de Dios o para una vocación o misión concreta.  

Usos del vocabulario en cuanto a las funciones proféticas

Se da una gran variedad en el uso de la palabra nabí respecto a las funciones que supone: un nabí manifiesta elementos de éxtasis; se presenta como un mediador de la palabra; es quien predica; quien entona un himno o promulga las maldiciones de la Ley; quien consulta a Dios; el taumaturgo (Persona que tiene poderes para hacer milagros o actos prodigiosos)[2]; quien intercede entre Dios y el pueblo. Por otra parte señalar que, unas veces actúan en grupo y otra de forma individual.

Tomando en cuenta estos significados del término, antes de la entrada a la tierra prometida sólo se les llamará nabí a Abraham cuando intercede (Gn 7, 20); a Aarón como portavoz de Moisés (Ex 7, 1); a María hermana de Moisés y de Aarón cuando entona el canto de victoria (Ex 15, 20); y Moisés, es el mayor de los profetas porque ve a Dios cara a cara (Num 12, 6-8; Dt 34, 10).


El profetismo en la tierra prometida

En sentido amplio, el fenómeno profético tiene su aparición, cuando el pueblo ha conquistado la tierra prometida y se ha establecido en ella. En efecto antes de la monarquía unificada ya existen grupos de profetas a quienes se les denomina nebiim (por el uso plural de nabí: grupos proféticos); durante la monarquía unificada siguen existiendo los grupos proféticos, pero sobre todo se destacan algunos más sobresalientes como Elías y Eliseo relacionados con estos grupos. Estos grupos viven juntos, en torno a un maestro, a quien llaman “padre”. Existen algunos profetas y  grupos de profetas falsos, que se identifican con facilidad porque sus profecías no se cumplen y no rinden culto al verdadero Dios, ejemplo de ello son los profetas que rinden culto a Baal, contrarios al verdadero profetismo (1 Re 18, 19ss); Además están los denominados profetas de la corte o relacionados con el rey, son los casos de Samuel (1 Sm 10, 1ss; 1Sm 16) y Natán (1Re 1, 32ss) quienes ungen reyes, pero conservan una cierta distancia y libertad de palabra respecto a la persona del rey para aconsejarle y para reprenderle cuando sea necesario. Durante la monarquía dividida, es la época del conocido “profetismo clásico”, donde aparece una serie de profetas, por medio de quienes se puede consultar al Señor, y están a disposición del rey (aunque con cierta distancia), de personas individuales y de todo el pueblo para transmitirles la Palabra del Señor; en sentido estricto, es en esta época cuando surge el fenómeno profético propiamente dicho; aquí surgen los personajes denominados propiamente profetas, de quienes conocemos y poseemos colecciones de oráculos recogidos en libros cuyo nombre está plasmado en el mismo. De esta última etapa del profetismo se tratará con más detalle en los puntos que siguen a continuación.

Clasificación cronológica de los profetas:
  • Profetas pre-exílicos: Amós, Oseas, Isaías (CAPÍTULOS 1-39), Miqueas, Sofonías, Jeremías, Habacuc, Nahúm, Abdías.
  • Profetas de tiempo del exilio: Ezequiel, Isaías (CAPÍTULOS 40-55).
  • Profetas post-exílicos: Isaías (CAPÍTULOS 56-66), Ageo, Joel, Jonás,  Baruc, Zacarías, Malaquías.

Clasificación de los profetas por sus escritos:

Existen profetas escritores y profetas no escritores, entre los escritores están los mayores y menores, esta última clasificación se debe a la longitud de sus escritos. En efecto se reconocen como profetas mayores aquellos cuyos escritos son más extensos y como profetas menores aquellos cuyos escritos son menos extensos.   
  • Profetas mayores: Isaías, Jeremías y Ezequiel (Daniel, Lamentaciones Baruc) [3]
  • Profetas menores: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahún, Abacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías.
  • Profetas no escritores: Aparte de los mencionados en el literal b)[4], sigue la lista con Josué (Num 27, 18), Samuel (1Sam 3, 20), profetisa  Débora (Jue 4, 4), Gad (1Sam 22, 5), Grupo profetas (1Sam 10, 5), Natán (2 Sam 7, 2ss), Elías y Eliseo, hermanos profetas (2Re 2), profetisa Juldá (2Re 22, 14ss), Urías (Jer 26, 20), Semaías (2Cro 12, 5ss), Azarías (2Cro 15, 1ss), Oded (2Cro 28, 9ss), etc.   

¿Cómo distinguir un profeta verdadero de un falso?

Como ya se mencionó en un apartado anterior, que en Israel también hubo falsos profetas, por lo mismo, en el presente literal, se tratarán de una manera breve algunos elementos que nos ayudarán a hacer esta distinción.
  • Criterios referidos al mensaje:  
Al profeta verdadero se le cumplen las profecías,  por el contrario al falso profeta no se le cumplen (Dt 18, 22; 1Re 22, 28; Jer 28, 9); promesa de salvación o el anuncio de juicio contra alguien o contra naciones, por el contrario los falsos profetas anuncian la salvación o pronuncian juicios según su conveniencia (Jer 28, 8-9; Miq 3, 5b); a los verdaderos profetas Dios les comunica su palabra como un fuego que les quema por dentro y que les impulsa a transmitir su mensaje, en cambio los falsos profetas dicen tener sueños reveladores (Jer 23, 25-28); los verdaderos profetas son leales al Señor, a diferencia de los falsos profetas que se van tras otros dioses ( Dt 13, 1-2; Jer 2, 8. 26. 27).
  • Criterios referidos a la persona:
Existían profetas vinculados con la corte real que solo decían lo que el rey quería oír, sin embargo el verdadero profeta anuncia lo que Dios le comunica aunque su mensaje vaya en contra del rey (1Re 22); conducta inmoral por parte de los falsos profetas y conducta moral recta por parte de los verdaderos profetas (Miq 3, 11;Is 28, 7; Jer 23, 14; cfr Mt 7, 16); los verdaderos profetas tiene plena convicción de haber sido enviados por Dios (Am 7, 10-14; Miq 3, 8).

  • Criterio cronológico:
“Según cierta tradición judía, tras la muerte de Zacarías y de Malaquías se acabó el espíritu de profecía”[5]. Pero con más seguridad se puede afirmar que después de tiempos de Esdras y Nehemías ya no hubo más profetas[6]. Este criterio es externo a los libros proféticos, por lo mismo no tiene citas bíblicas.



[1]  http://www.diclib.com/acadio/show/es/moliner/A/9826/600/0/0/1270#.Ui3jhdLD_yo
[3] Debido a la heterogeneidad del material de la estructura del libro de Baruc, es difícil ubicar una fecha exacta de composición, sin embargo debido a las alusiones al contenido del mismo se puede suponer como fecha de composición comprendida entre los siglos del IV al II a. C. (Biblia de Jerusalén, libro de Baruc-Introducción, p. 1235). También cabe mencionar que el libro de Daniel no aparece en la primera clasificación debido a que se considera más un libro apocalíptico que profético.
[4] También se les conoce con el título de “profetas anteriores”  los libros históricos de Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes (Abrego de Lacy J. M, Los libros proféticos, p. 19).
[5] Abrego de Lacy J. M, Los libros proféticos, p. 257.
[6] Esdras y Nehemías no son profetas sino restaurados del pueblo de Israel cuando regresan del exilio Babilónico. Y cuando se habla del fin del profetismo se refiere sólo a los profetas del Antiguo Testamento.



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3. El mensaje de los profetas.


Introducción


El mensaje de los profetas es expresado  a través de cuatro formas: narraciones proféticas, acciones simbólicas, oráculos y oraciones. Llegado a este punto conviene aclarar que los profetas son hombres de su tiempo, conscientes de la realidad del pueblo de Israel, en donde transmiten su mensaje. Los profetas “intervienen en los períodos de crisis que preceden o acompañan los momentos capitales de la historia nacional: la amenaza asiria y la ruina del reino del Norte, la ruina del reino de Judá, y la salida para el Destierro y el regreso. No se dirigen al rey (sólo en ocasiones -cita no textual-), sino al pueblo”[1]. El mensaje de los profetas pre-exílicos gira en torno a la ruina del pueblo y la eminente conquista babilónica (para los del reino de Judá) y la ruina del reino del norte, con una invitación a volver a Yahvé; los profetas del exilio alimentan la esperanza del pueblo y lo consuelan; los profetas del pos-exilio se dedican a la restauración del pueblo. Por eso es que el mensaje de los profetas tiene las características de ser: severo, exhortativo, consolador y edificante.

Relatos de vocación profética

Cuando Dios llama, el hombre obedece. A lo largo de la historia Dios ha llamado a personas para encargarles una misión especial, es el caso de los profetas del Antiguo Testamento, tema que nos ocupa. Los relatos de vocación forman parte del mensaje que el profeta quiere transmitir. Para conocer los elementos que contienen los relatos de vocación se hace referencia a dos ejemplos: el llamado de Jeremías y el llamado de Ezequiel.

 ELEMENTOS
 JEREMÍAS
EZEQUIEL
 1.  Manifestación divina
Jr 1, 4
Ez  1, 1-28a
 2.  Palabra introductoria
Jr  1, 5a
Ez  1,28b-2,2
 3.  Encargo
Jr  1, 5b
Ez   2,3-5
 4.  Objeción
Jr  1, 6
Ez  2,6.8
 5.  Confirmación
Jr  1, 7-8
Ez  2,6-7
 6.  Signo
Jr  1, 9-10
Ez  2,8-3,11

La vocación es un proceso dinámico, descrito en un momento puntual. La manifestación divina (1) expresa que Dios irrumpe en la vida del profeta; no se trata de su presencia habitual, se trata de una manifestación divina no corriente. La palabra introductoria (2) recoge el cariz personal de la comunicación establecida, de manera que no se trata de algo anónimo o casual. Además en la vocación se recibe un encargo (3) que se expresa en imperativo: “antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones” (Jer 1, 5b), no se la puede adjudicar nadie a sí mismo, viene de otro y se experimenta como perentoria. Siempre hay una objeción (4) en los relatos de vocación, ésta no se trata de falsa humildad, sino que expresa en primer lugar la libertad del enviado; es también un grito de desahogo no tanto ante la dificultad prevista, cuanto ante la dificultad experimentada; la objeción es el primer signo del oficio de mediador que tiene todo profeta. Finalmente, la confirmación (5) y el signo que la acompaña (6) constituyen la respuesta de Dios a la objeción real. La confirmación vale sólo para el profeta y es importante la fórmula “Yo estoy  contigo” que se repite en Gedeón, Moisés y Jeremías; el signo que a veces se ofrece no trata de satisfacer la curiosidad personal ni del profeta ni de su público, sino que en sí mismo constituye la credencial  pública del profeta.

Veamos con más detalle la vocación de uno de los profetas más sobresalientes del Antiguo Testamento:

  • La vocación de Jeremías Jer 1, 4-10. 17a:
Me llegó una palabra de Yahvé: “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones”. Yo exclamé: “Ay, Señor, Yahvé, ¡cómo podría hablar yo, que soy un muchacho!”  Y Yahvé me contestó: “No me digas que eres un muchacho. Irás adondequiera que te envíe, y proclamarás todo lo que yo te mande. No les tengas miedo, porque estaré contigo para protegerte -palabra de Yahvé”. Entonces Yahvé extendió su mano y me tocó la boca, diciéndome: “En este momento pongo mis palabras en tu boca. En este día te encargo los pueblos y las naciones: Arrancarás y derribarás, perderás y destruirás, edificarás y plantarás”. Tú, ahora, muévete y anda a decirles todo lo que yo te mande.  

EL APORTE DOCTRINAL DE LOS PROFETAS


Para hablar de cada profeta en particular, se necesitaría mucho más tiempo y el material sería muy extenso. Ya hay varios autores que tocan el tema de un modo profundo, por el momento nos detendremos a reflexionar sobre el mensaje central de los profetas. En efecto, después de hablar de los relatos de vocación profética, nos dirigimos al aporte doctrinal de los profetas, el cual se puede agrupar en tres aspectos: El monoteísmo, la doctrina moral y la espera de la salvación.

El monoteísmo

El monoteísmo es la afirmación de la existencia de un Dios único y la negación de la existencia de cualquier otro dios. Este Dios ha elegido como pueblo suyo a Israel con quien ha pactado una Alianza y ha dado una tierra, y habita en el templo. Este Dios único también dirige los destinos de los demás pueblos (Am 9, 7), juzga a las pequeñas naciones y a los grandes imperios (Am 1-2). Yahvé impera sobre las fuerzas de la naturaleza y es el dueño de los hombres y de los acontecimientos, es dueño de todas la tierra, por lo mismo no deja espacio para otros dioses. Los profetas luchan contra el sincretismo religioso y afirman la impotencia de los falsos dioses y la vanidad de los ídolos (Os 2, 7-15; Jer 2, 5-13. 27-28; 5, 7; 16, 20).  El Dios único es trascendente, en boca de los profetas: “Dios es santo”[2] (Is 1, 4; 6; 5, 19. 24; 10, 17.20; Os 11, 9; etc., Jer 50, 29; 51, 5; Hab 1, 12; 3, 3). Está rodeado de misterio  (Is 6). Pero también es un Dios cercano a los hombres, por el amor y la ternura que muestra a su pueblo (Os 2; Jer 2, 2-7; 3, 6-8; Ez 16; 23).

La doctrina moral

Si el Dios de Israel es Santo, el hombre también debe ser santo. A la Santidad de Dios  se opone la impureza del hombre (Is 6, 5), por este contraste, los profetas adquieren una aguda conciencia del pecado y en consecuencia lo denuncian. El pecado es lo que separa al hombre de Dios (Is 59, 2), es un atentado contra el Dios de la justicia predicado por Amós, contra el Dios del amor y de la misericordia predicado por Oseas, contra el Dios de la Santidad predicado por Isaías; en consecuencia el pecado reclama el castigo de Dios, el juicio de Dios (Is 2, 6-22; 5, 18-20; Os 5, 9-14; Jl 2, 1-2; So 1, 14-18). ¿Qué hacer para escapar del castigo de Dios? La respuesta es que, hay que convertirse, para escapar del castigo de Dios, se debe buscar a Dios (Am 5, 4; Jer 50, 4; So 2, 3), hay que cumplir sus mandatos, caminar en rectitud y vivir en humildad (Is 1, 17; Am 5, 24; Os 10, 12; Miq 6, 8). En fin, lo que Dios pide es una religión interior, lo cual es una condición para la Alianza nueva (Jer 31, 31-34). Este espíritu de conversión debe animar toda la vida religiosa y las manifestaciones exteriores del culto, por eso los profetas criticarán el culto vacío, protestan contra un ritualismo ajeno a toda preocupación moral (Is 1, 11-17; Jer 6, 20; Os 6, 6; Miq 6, 6-8). 

El anuncio y espera de la salvación

Ciertamente Dios permitirá el castigo para su pueblo, por sus continuas infidelidades, serán dispersados (reino del norte) y exiliados (reino del Sur), sin embargo, a pesar de la apostasía del pueblo, Dios, sigue siendo fiel a sus promesas y prosigue en su realización, por lo mismo “Dios se reservará un resto, Is 4, 3”.[3] Este resto será librado del castigo y se beneficiará de la salvación final. Pero, ¿Quiénes conforman el resto? Son aquellos que sobreviven después de cada prueba, aquellos habitantes que quedaron en Israel o Judá después de la caída de Samaria o la invasión de Senaquerib (Am 5, 15; Is 37, 31-32), son los desterrados a Babilonia tras la ruina y destrucción de Jerusalén (Jer 24, 8), es la comunidad que vuelve a Palestina después del Exilio, ellos son el germen, el vástago de un pueblo santo al que le está prometido un futuro (Is 11, 10; 37, 31; Miq 4, 7; 5, 6-7; Ez 37, 12-14; Za 8, 11-13). Se le promete una era de felicidad inaudita, los dispersos de Israel y de Judá volverán a la tierra santa que será prodigiosamente próspera (Is 11, 12-13; Jer 30-31; Is 30, 23-26; 32, 15-17). Pero esta promesa de prosperidad material es solo figura de la llegada del Reino de Dios, la verdadera Tierra Prometida, cuya presencia  supone un clima de espiritual de justicia y santidad (Is 29, 19-24), conversión interior y perdón divino (Jer 31, 31-34), también requiere conocimiento de Dios (Is 2, 3; 11, 9; Jer 31, 34), además paz y gozo (Is 2, 4; 9, 6; 11, 6-8; 29, 19). Y para establecer y regir su Reino sobre la tierra, Dios Yahvé, enviará su Mesías. Este es el salvado que vislumbran los profetas, especialmente Isaías, Miqueas y Jeremías. El Mesías será del linaje de David, saldrá de Belén de Efratá, recibirá los títulos más grandiosos y el Espíritu de Yahvé reposará en el con todos sus dones (2 Sam 2, 7; Is 11, 1; Jer 23, 5; 33, 15; Miq 5, 1; Is 9, 5; 11, 1-5). En boca se del profeta Isaías será el Emmanuel, “Dios con nosotros” (Is 7, 14); Ezequiel no anuncia como mediador y pastor (Ez 34, 23-24; 37, 24-25);  Zacarías por su anuncia la venida de un rey humilde y pacífico (Za 9, 9-10); para el segundo Isaías, el salvador será Siervo de Yahvé, maestro de su pueblo, luz de las naciones, que predica con dulzura el derecho de Dios, será rechazado por los suyos pero les conseguirá la salvación al precio de su propia vida (Is 42, 1-7; 49, 1-9; 50, 4-9; 52, 13-53, 12); finalmente, Daniel, ve venir sobre las nubes del cielo como un Hijo de hombre, que recibe de Dios el imperio sobre todos los pueblos, cuyo reino será para siempre (cfr. Dn 7).

En la visión de la primera comunidad cristiana y por supuesto para la actual, todos estos pasajes proféticos están referidos a Jesús, el profeta por excelencia. El es el Salvador, el Cristo, es de decir, el Mesías, descendiente de David, nacido en Belén, el rey pacífico anunciado por Zacarías, y el siervo doliente del segundo Isaías, el niño Emmanuel anunciado por Isaías, el Hijo del hombre contemplado por Daniel. Jesús ha realizado las profecías, pero las ha rebasado y ha repudiado la noción política tradicional del mesianismo real. Él es el verdadero profeta de quien los antiguos profetas eran solo figura.


[1] Biblia de Jerusalén, Profetas-introducción  p. 1076
[2] Biblia de Jerusalén, Profetas-introducción  p. 1077
[3] Biblia de Jerusalén, Profetas-introducción  p. 1078

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4. Ser profeta hoy.


En el punto anterior se concluyó que en Jesús se cumplen todas las profecías, Él es el ungido del Señor, que nos trae la buena nueva (Lc 4, 16-19). Jesús es el profeta, Sacerdote y Rey por excelencia (CEC 1546). ÉL escogió a doce hombres a quienes llamó apóstoles, los instruyó y les dio esta mandato “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19-20; Cfr.Mc 16,15-16). En efecto, por el Bautismo y la Confirmación, los fieles cristianos participamos de la triple misión de  Cristo (CEC 1546).

En la Iglesia existe el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, estos últimos son elegidos y llamados por Cristo para ejercer la triple misión de Cristo de un modo especial (CEC 1547ss), ambos se necesitan mutuamente y ambos nacen del único Sacerdocio de Cristo. En esta ocasión trataremos solo la función profética del pueblo de Dios, la Iglesia.   De ahí que, la Iglesia entera, fiel al mandato de Cristo, su fundador tiene la tarea de predicar el Evangelio a todas la gentes. Y cada  miembro ha de realizar esta misión según su competencia, es decir, como sacerdocio ministerial o como sacerdocio común. Así, en primer lugar, quienes tienen la misión de enseñar son los obispos, quienes a su vez cuentan con la colaboración de los presbíteros y diáconos (LG 25ss); luego se extiende esta misión a los fieles consagrados y a los fieles laicos, quienes han de ejercerla en estrecha relación y comunión con la jerarquía, en su propio ámbito y según su estado de vida (Cfr LG 37), empleando para ello los diversos medios, entre los cuales el principal es el testimonio de vida (EN 41). En efecto todos debemos ser profetas: el obispo, en su calidad de obispo; el presbítero, en su calidad de presbítero; el diácono; en su calidad de diácono; el consagrado, en calidad de consagrado; el laico no consagrado, lo han de hacer en su calidad de laicos no consagrados, es decir, los padres de familia han de cumplir su misión profética dentro de su familia y por su puesto en el medio social en el que se mueven, los hijos con sus hermanos y padres en un ambiente respeto y corrección fraterna; los amigos se vuelven profetas para sus amigos, las parejas de novios para sus novios, los estudiantes para con sus compañeros estudiantes, etc., de manera que todos nos ayudemos mutuamente a alcanzar la perfección y por ende la salvación.

Se concluye este punto, con un elocuente párrafo de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, lleno de fuerza y significado, que nos invita a cumplir bien nuestra misión de profeta: “Cristo, el gran Profeta, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes por ello, constituye en testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Act., 2,17-18; Ap., 19,10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana familiar y social. Ellos se muestran como hijos de la promesa cuando fuertes en la fe y la esperanza aprovechan el tiempo presente (cf. Ef., 5,16; Col., 4,5) y esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rom., 8,25). Pero que no escondan esta esperanza en la interioridad del alma, sino manifiéstenla con una continua conversión y lucha ´contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos´ (Ef., 6,12), incluso a través de las estructuras de la vida secular”[1]




[1] Constitución Dogmática Lumen Gentium 35.

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