Tema 6: El sufrimiento del destierro.

1. El Cisma Político. 


Con el reinado de Salomón, la gloria de Israel llegó a su punto culminante. Los impuestos y los trabajos forzados convirtieron a Salomón en una figura impopular entre sus súbditos, además su orgullo y su idolatría fueron las semillas del declive del imperio.

Cuando Salomón muere, su hijo Roboam estaba preparado para sucederle. Pero había crecido en la magnífica corte de su padre y no había conocido nada más que el lujo y la ociosidad. El pueblo había estado sufriendo bajo el reinado de Salomón y cuando le sucedió Roboam, los ancianos acompañados por Jeroboam (quien tenía uno de los altos cargos durante el reinado de Salomón), acudieron a Roboam para pedirle que aliviara un poco el peso que llevaban sobre sus hombros: “Tu padre nos impuso un duro yugo. Tú,  ahora, aligera la dura servidumbre de tu padre y el pesado yugo que nos impuso y te serviremos” (1 Re 12,4).

Roboam pidió a los ancianos que volvieran después de tres días, para darles la respuesta. Entonces acudió a los sabios que habían sido los consejeros de su padre Salomón: “¿Qué me aconsejan que conteste a esta gente?” Ellos respondieron: “Si hoy te pones a disposición de este pueblo y le sirves, le respondes y le hablas con buenas palabras, estará siempre a tu servicio”(1 Re 12, 7).

Pero esto no era  lo  que Roboam quería escuchar; entonces consultó a los jóvenes que habían crecido con él, los amigos que habían compartido sus lujos y malgastado su juventud con él en la corte de Salomón. Ellos le aconsejaron que fuera duro con  ellos.
En efecto,  cuando los ancianos llegaron nuevamente, Roboam les dio esta respuesta: “Mi padre hizo pesado el yugo de ustedes, y yo lo aumentaré: mi padre los castigaba con látigos y yo los castigaré con escorpiones” (1 Re 12, 12).

Aunque Israel había sido un único reino durante más de un siglo, las tradiciones tribales eran todavía muy importantes. De ahí que, a la respuesta de Roboam, las diez tribus del norte se rebelaron y eligieron por rey a Jeroboam, en cambio al sur, la grande y poderosa tribu de Judá y la pequeña tribu de Benjamín permanecieron fieles a la casa de David, y quedaron gobernadas por Roboam (Scott Hahn, 2004).
En el norte 10 tribus formaron el reino de Israel, erigiendo más tarde a Samaria como capital. Al sur, Judá y Benjamín constituyen el reino de Judá conservando a la ciudad santa de Jerusalén como capital.

2. El Cisma Religioso.

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Según Scott Hahn (2004), Jeroboam, tal como el profeta Ajías había dicho, fue proclamado rey porque esto era parte del plan de Dios, pero en realidad, Jeroboam no confiaba en las promesas del Señor. Por lo mismo al cisma político le sigue inmediatamente la escisión religiosa. Así, “Jeroboam pensó: El reino podría muy bien volver otra vez a los descendientes de David. Si este pueblo continúa yendo a Jerusalén para ofrecer sus sacrificios en la Casa de Yavé, se reconciliarán con su señor Roboam, rey de Judá. Entonces me matarán y mi reino volverá a Roboam” (1 Re 12, 26-27). Por lo que en lugar de confiar en Dios, Jeroboam tomó la decisión de fabricar dos becerros de oro, y dijo al pueblo: “Ya han subido bastante a Jerusalén. Israel, aquí están tus dioses que te sacaron del país de Egipto”. Y colocó uno en Betel y el otro lo llevó a Dan (Cfr. 1 Re 12, 28-29). De este modo, Israel volvió a adorar al becerro de oro, pecado que cometieron los israelitas en el desierto (Cfr. Ex 23, 4). Dios había elegido a Jerusalén como el lugar para su tiemplo. Y como Jerusalén estaba en Judá, para conservar la lealtad de sus súbditos, Jeroboam volvió a cometer el pecado que casi había destruido a Israel en el desierto. Este hecho va a marcar el nuevo reino de Israel durante siglos.
  
El pecado de Jeroboam marcó la pauta de comportamiento de los impíos reyes de Israel durante el resto de su historia. Desde ese momento, tanto Judá como Israel alternaron reyes piadosos y reyes impíos. Los reyes piadosos, fueron aquellos que reformaron el culto y condujeron al pueblo nuevamente a Dios; por el contrario,  los reyes impíos introdujeron dioses extranjeros y en ocasiones llegaron a perseguir a los verdaderos adoradores de Dios (Scott Hahn, 2004).

Y en estas circunstancias Dios busca a cualquier precio que el pueblo regrese al fervor del desposorio en el desierto cuando su entrega era total y la obediencia a la Ley era generosa y fiel. Se trata de una llamada a la esposa infiel para que retorne otra vez a la entrega del primer amor.

Dios no abandonó a su pueblo sino que le envió nuevos guías, es entonces cuando surgen los profetas tanto en Israel como en Judá. Son ellos quienes denunciarán al pueblo y a sus gobernantes sus idolatrías, injusticias y alejamiento de Dios e intentarán hacer volver al pueblo a la fe verdadera.  El tema de los profetas se trata en otro apartado por separado, aquí no más se hace una alusión.

Se pueden citar algunos ejemplos de reforma del pueblo para volver a Dios:
Bajo el reinado del rey  Ezequías (729-687)[1], éste auxiliado por los profetas Isaías y Miqueas, promueve una reforma purificativa, invitando al pueblo a regresar al auténtico Yavismo.

Y al ser encontrado el libro de la Ley en el Templo, en tiempos del rey Josías (640-609)[2] se le presenta al pueblo como la norma que debe ser seguida por todos.

Los resultados de estos dos intentos de fidelidad a Yhwh son notorios, pero fugaces.
Por eso, Dios se queja de cómo su amor no ha sido correspondido: “Cuanto más lo amaba tanto más se alejaba de mí. Sacrificaban a los Baales e incensaban a los ídolos. Y con todo, yo enseñé a Efraím a caminar, tomándolo en mis brazos. Pero no supieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como un padre que alza a un niño contra su mejilla. Me inclinaba hacía él para darle de comer” (Os 11,2-4). 

El pueblo de desestabilizó política, moral y religiosamente sobre todo cuando se dan las conquistas. De hecho, el norte fue conquistado por los asirios, quienes aparte de dispersarlos y deportarlos los mezclaron con gente pagana que tenían sus creencias y adoraban sus propios dioses, contrarios al Dios de Israel; de esta manera los israelitas del norte perderán su fe verdadera y se volverán sincretistas. Por su parte, los del reino del sur, conquistados por Nabucodonosor y exiliados a Babilonia, un resto de ellos permanecerá fiel a Dios, son ellos quienes volverán más tarde y volverán a construir el templo de Jerusalén, obra en la cual quisieron unirse los samaritanos, pero los judíos - fieles y celosos de la fe verdadera - no se lo permitieron porque ellos (los samaritanos)  aparte de adorar a Dios Yhwh, adoraban a los dioses de los paganos. Como represalia los samaritanos sabotean la obra evitando la construcción del templo. Y es entonces cuando el cisma religioso llega a su culmen, se da la histórica división  religiosa entre judías y samaritanos y se volverán irremediablemente enemigos (Cfr. Scott Hahn, 2004).


[1] Scott Hahn, 2004, Comprender las escrituras, curso completo para el estudio de la Biblia p. 222.
[2] Scott Hahn, 2004, Comprender las escrituras, curso completo para el estudio de la Biblia p. 240.

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3. La Deportación.

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Todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de las gentes, y mancharon la casa de Yhwh que se había consagrado en Jerusalén. Yhwh, el Dios de sus padres, les envió avisos por medio de sus mensajeros, los profetas, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus Palabras y los asesinaron, provocando la ira de Yhwh a tal punto que no hubo otro remedio que entregar a su pueblo en manos de sus enemigos (Cfr. 2Cro 36,14-16).

CAÍDA DEL REINO DEL NORTE

El reino del norte sucumbe bajo las campañas conquistadoras de Salmanasar  V (726-722 a. C.) y Sergón II (722-705 a. C.).

El rey Oseas, último de Israel (732-724), trató de enfrentar a los asirios con la ayuda de los egipcios, esto fue un grave error. En efecto, después de perder una batalla frente a los asirios, Oseas fue obligado a pagar tributo anual a Nínive, pero un año retuvo el tributo. Entonces el rey asirio Salmanasar se dio cuenta que Oseas había estado enviando mensajeros a Egipto, lo que le hizo sospechar que Israel se había aliado a Egipto en secreto para librarse de Asiria.

Lo que menos querían los asirios era que los egipcios pusieran pie en Israel. Por eso Salmanasar llegó con un gran ejército y asedió Samaria, capital de Israel. Durante tres años la ciudad resistió, pero al final cayó.  Hacia el año 721, Sargón II, al mando del ejército asirio toma la capital de Samaria, y a sus habitantes los lleva como cautivos a Nínive. “Los asirios deportaron a todo aquel que encontraron, fundamentalmente a todos los ciudadanos importantes de Israel, más de 27.000 según fuentes asirias”[1]

De este modo el reino del norte llegó a su fin. Probablemente solo a algunos sencillos agricultores se les permitió quedarse en sus casas, pero los ciudadanos importantes fueron deportados y la estructura tribal de la mayor parte de la población del norte se disolvió. Únicamente las tribus de Zabulón y Neftalí, cuyo territorio había sido conquistado por los asirios con anterioridad, permanecieron en su tierra, en la zona rural de Galilea.

Y para asegurarse de que Israel no volviera a dar problemas y para repoblar las ciudades de la parte central de Israel, los asirios llevaron gente de los más remotos lugares de su imperio. Ellos llegaron consigo sus propios dioses, también fueron uniéndose en matrimonio con quienes no habían sido deportados. De ahí que la nueva población mixta daba culto al Dios verdadero, pero también continuaron dando culto a dioses extranjeros procedentes de todos los rincones del imperio asirio. Debido a que se asentaron alrededor de Samaria, fueron llamados samaritanos (Scott Hahn, 2004).

CAÍDA DEL REINO DEL SUR

Como ya se sabe, el rey Josías (rey de Judá) hizo una reforma para volver al pueblo al Dios verdadero, pero después de la muerte de este rey[2],  Judá fue de mal en peor. Todos los hijos de Josías fueron un desastre y condujeron a Judá nuevamente al paganismo. Pero el juicio de Dios fue rápido. Los hijos de Josías, uno detrás de otro, fueron eliminados por reyes más poderosos.  

Primero el faraón egipcio hizo pagar tributo a Judá y depuso a rey Joacaz, colocando en su lugar a su hermano Joaquim. Después Nabucodonosor, rey de Babilonia, se llevó a Joaquim y lo mejor del mobiliario del templo a Babilonia, dejando al hijo de Joaquim - quien  apenas tenía dieciocho años de edad –como rey títere (el hijo se llamaba Joaquín). Pero tres meses más tarde el mismo Nabucodonosor se llevó también al hijo de Joaquim, lo que quedaba del templo, los mejores soldados y artesanos a Babilonia. Dejó  a Sedecías, el último hijo de Josías, para que gobernara como su vasallo (Cfr. 2 Reyes 24, 1-20)[3].

Sin embargo a pesar de las malas noticias, no había arrepentimiento. Y aunque Jerusalén había sufrido un ataque tras otro, había falsos profetas aduladores, deseosos de decirle al rey que la prosperidad estaba por llegar.

No era fácil ser un verdadero profeta en ese tiempo, pues todas las noticias que llegaban eran malas, y la gente no quería oír malas noticias. Por lo mismo el gran profeta Jeremías fue encarcelado, golpeado, arrojado a un pozo y repetidamente amenazado a muerte. Pero la tozudez de Jeremías fue el mejor testimonio de la verdad de sus profecías.

Incluso el impío rey Sedecías consultó a Jeremías en secreto. Sedecías había decidido rebelarse contra Nabucodonosor, confiando en la ayuda de Egipto. Era el mismo error que había cometido un siglo y medio antes Oseas, el último rey de Israel (reino del norte). Aunque los profetas de la corte de Sedecías le adulaban prometiéndole que Egipto salvaría a Judá, Sedecías mandó a llamar en secreto a Jeremías para saber las posibilidades de su éxito frente a Nabucodonosor. Jeremías le dijo que Egipto no le ayudaría.

“Yavé les recomienda, pues, a ustedes, que no se engañen pensando que los caldeos se van a ir para siempre de aquí, pues ¡no se van a ir!  Aunque ustedes destrozaran todo el ejército de los caldeos y no les quedaran más que algunos heridos, se levantaría cada uno de ellos de su tienda y prenderían fuego a esta ciudad”. Jer 37, 9-10. 

Jeremías tenía la verdad y, aunque no quisieran reconocerlo, el rey y el pueblo lo sabían. Jeremías dijo al pueblo de Judá que pronto habría una destrucción tan horrorosa, tan espantosa, casi inexpresable con palabras.

Tal destrucción Jeremías la dio a conocer con un ejemplo práctico:

Esta fue la palabra de Yavé: «Anda a comprarte un jarro de greda. Que te acompañen algunos ancianos del pueblo y algunos sacerdotes.  Parte después en dirección del valle de Ben-Hinón, a la entrada de la Puerta de los Alfareros, y pronuncia allí este discurso, que yo te dictaré.  Comenzarás así: Escuchen la palabra de Yavé, reyes de Judá y habitantes de Jerusalén. Así dice Yavé de los Ejércitos, el Dios de Israel. Voy a mandar una calamidad tal sobre este lugar, que le zumbarán los oídos a quien la oiga,  por haberme abandonado, profanando este lugar, y ofrecido incienso a dioses extranjeros que ni ellos, ni sus padres, ni los reyes de Judá conocían. Han llenado este lugar de sangre inocente  y han construido santuarios altos a Baal para quemar a sus hijos… Por esto se está acercando el día en que este lugar ya no se llamará Tofet ni valle de Ben-Hinón, sino Valle de la Muerte.  Reduciré a nada las esperanzas de Judá y Jerusalén en este lugar; los haré caer bajo la espada de sus enemigos, a manos de los que buscan su muerte; daré sus cadáveres por comida a las aves de rapiña y a las fieras salvajes.  Transformaré este lugar en un desierto, en un objeto de risa, de manera que cualquiera que pase quedará admirado y silbará al ver tantas heridas.  Les haré comer la carne de sus hijos e hijas, y se devorarán entre ellos, en medio del angustioso asedio y de la miseria a que los reducirán sus enemigos, que quieren quitarles la vida.  Después de decirles todo esto, harás pedazos este jarro en presencia de los que te hayan acompañado,  y les dirás: Así habla Yavé de los Ejércitos: Voy a despedazar a este pueblo y esta ciudad, como se hace añicos un vaso de greda, sin que pueda componerse… (Jeremías 19, 1-11).

Como escribe Scott Hahn (2004), la destrucción debió ser tan terrible como lo había predicho Jeremías. En efecto,  en busca de seguridad, la gente se refugiaba tras los muros de la capital de la región, ahí el enemigo la sitiaba y pronto sus habitantes comenzaban a morir de hambre.

Según J. Gonzales, J. Asurmendi, F. García (1990) y Scott Hahn (2004), cuando Nabucodonosor por fin tomó la ciudad de Jerusalén, decidió que ya tenía bastante con aquella ciudad rebelde. Las defensas de la ciudad ceden el año once del reinado de Sedecías, el año 587 a. C. El rey Sedecías huye con un grupo de soldados, pero son alcanzados en la llanura de Jericó y conducidos a Riblá, donde Nabucodonosor había instalado su cuartel general, sus hijos fueron degollados en su presencia, y este tras sacarle los ojos, es encarcelado y conducido a Babilonia, donde muere. Un grupo de funcionarios de Judá son igualmente ajusticiados en Riblá (Jeremías 52, 7-11; 2 Reyes 25, 3-7). Se llevaron los utensilios del templo y todos los elementos valiosos que poseía (Cfr. Jeremías 52, 17-27; 2 Reyes 25, 13-17).  En fin, la ciudad de Jerusalén fue tomada, las murallas destruidas; el templo, el palacio del rey y todos los edificios importantes de la ciudad fueron incendiados. Nabucodonosor deportó a Babilonia a la mayor parte de los ciudadanos influyentes, y organizó el resto de la población que quedaba en Judá, dejando como gobernador a Godolías, nieto de Safán, del partido reformador, protector y amigo de Jeremías (2 Reyes 25, 22). Por otra parte, hay que destacar que, Nabucodonosor y Nebuzaradán, jefe de la guarda, estaban informados de la existencia de Jeremías y de sus opiniones, por ello Nabucodonosor agradeció los servicios del profeta y le dejó libre de hacer lo que él quisiera y le proporcionó medios de subsistencia (Jeremías 39, 11-14). El profeta se fue a vivir con la gente a que aun había quedado en el pueblo.

Sin embargo los amonitas, aliados de Jerusalén en la última conspiración, incitaron a los últimos rebeldes del pueblo a deshacerse de Godolías y lo asesinaron. Las personas que se habían unido al profeta Jeremías tuvieron miedo de una represalia por parte de los babilonios y, a pesar de los consejos del profeta de quedarse en el país, huyeron a Egipto y obligaron al profeta a acompañarles (2 Reyes 25, 22-26; Jeremías 42-43).

Trágicamente así terminó el reino del sur, probablemente sólo se quedaron algunos, los más pobres,  la gente de la zona rural, pues la más afectada fue la gente de la ciudad. En palabras de J. Gonzales, J. Asurmendi, F. García (1990), estas gentes ocupan los campos y casas dejadas por los exiliados y se creen los únicos poseedores legítimos del país, lo que va a crear serios y agudos problemas cuando los exiliados regresan de Babilonia a su tierra el año 538 a.C. por decreto de Ciro, rey persa (Cfr. Zacarías 5, 1-5; Ageo 1, 2-11; Ezequiel 33, 23-39). 


[1] Scott Hahn, 2004, Comprender las escrituras, curso completo para el estudio de la Biblia p. 234.
[2] Josías murió en una batalla contra el faraón Neco de Egipto en el año 608 a. C.
[3] J. Gonzales, J. Asurmendi, F. García, L. Schokel, J. Sánchez, J. Trebolle, 1990, Introducción al estudio de la Biblia, p. 193.


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4. Situación de los judíos exiliados.  



El salmo 137, 1-6 ilustra de una manera muy gráfica la situación del pueblo de Judá en tierra de Babilonia:   

Al borde de los canales de Babilonia nos sentábamos,
y llorábamos al acordarnos de Sión;
en los sauces que por allí se encuentran habíamos colgado nuestras arpas.
Allí los que nos habían deportado nos pedían palabras de una canción y nuestros raptores,
un canto de alegría: "¡Cántennos un canto de Sión!"
¿Cómo íbamos a cantar un canto del Señor en un suelo extranjero?
¡Si me olvido de ti, Jerusalén, que mi derecha se olvide de mí!
Que mi lengua se pegue al paladar si de ti no me acuerdo,
si no considero a Jerusalén como mi máxima alegría.

En palabra de Scott Hahn (2004), Jerusalén lo había sido todo para el pueblo de Judá. Era una ciudad hermosa, la ciudad santa, el sitio elegido por Dios entre todos los lugares de la tierra para establecer su morada. Ahora la ciudad había sido quemada y la tierra prometida perdida. El templo había desaparecido, ¿cómo podía continuar el culto sin el templo?

Babilonia era una ciudad inmensa, un lugar donde Nabucodonosor moraba entre inmensos y templos desde donde regía el mundo; era también lugar donde se concentraban todos los vicios del mundo. Era magnífica, terrible y completamente diferente a Jerusalén.

No podemos imaginarnos el dolor que causó el exilio en el pueblo de Judá, deportado en  un lugar lejano del oriente. Pero ocurrió algo extraño: despojados de todo cuanto poseían, comenzaron a acordarse de Dios. Rodeados de maravillosos monumentos paganos, comenzaron a entender el valor de lo que habían perdido, nuevamente tomaron conciencia de que eran el pueblo escogido por Dios.

El resultado fue un resurgimiento de la cultura judía como nadie podía imaginarse. En efecto, muchos de los libros del Antiguo Testamento fueron redactados en su forma actual durante el exilio a Babilonia. Hay un dicho popular que afirma: “La historia la escriben los vencedores”. Sin embargo, en el caso de los judíos nos encontramos con una sorprendente excepción, pues ellos expulsados de sus casas, llevados como esclavos al extranjero, escribieron la historia de cómo su pueblo lo habían perdido todo, y además sabían el por qué de la pérdida: porque se habían alejado de Dios y porque le habían sido infiel.

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